Veredas amarillas
Domingo por la tarde en Chacarita. Bajé del colectivo como quien se deja caer en un tobogán hacia su próximo destino. En la esquina del Imperio había un hombre tratando de subir el pequeño escalón amarillo que lo separaba de caminar sobre la vereda. Miraba fijamente ese cordón como si de una gran muralla se tratase. Y yo, desde mi andar, lo miraba fijamente a él como si me llamara a gritos mudos. Me acerqué y en lo que desde afuera pudo sentirse como un minuto fugaz, viví un encuentro que me descolocó por completo. Me paré a su lado. Igual que él, con el inmenso y pequeño escalón delante: - ¿Necesita ayuda? - Un poquito - respondió él. Extendí el brazo y rodeé su cintura. Él, por su parte, tomó mi brazo con firmeza. De a poquito movió sus piernas. Pude ver en su rostro el dolor que eso le producía. Finalmente pudo subir a la vereda. Agradeció y seguí mi camino. A la cuadra pensé que colgué en preguntarle su nombre o ayudarlo quizás con comida o un remedio. También recordé el...