Repito
Un día lleno de caos, de miedos y de nervios. Una semana importante en el trabajo con una misión concreta que salió mal. Tropecé con la piedra que juré apartar, la del silencio, la de querer poder con todo.
Lo encargado era literalmente para ayer. No llegué. Se me escapó el tiempo entre las manos. Siento que una parte de mí lo sabía porque al despertarme en la mañana, escribí en un cuaderno "Ayer soñé con un recuerdo. Es raro soñar una escena que se recuerda y no quitarle ni sumarle nada. Además, no es de mis preferidos".
En esta especie de sueño, me recordé con trece años en primera persona. Transitaba el primer año de la secundaria con un esguince en el tobillo. Debido al impedimento físico, caminaba apoyada en una muleta ortopédica con mangas de plástico blanco. El momento es corto, y dice así:
Estoy por salir del colegio junto con el resto de alumnos del secundario. Como bajé lento las escaleras, mis amigos se adelantaron. Me duele el pie, me pesa el brazo, pero sigo el ritmo marcado por el sonido del apoyo en el suelo de baldosa. Cuando me estoy acercando a la puerta de madera de la entrada, la encuentro diferente a lo habitual. No habían abierto las dos partes, sino sólo una; y para colmo, esta tampoco estaba abierta completamente. De la mitad de la enorme puerta de madera, se abrió sólo la puertecita inferior, como si se tratase de la hija de una muñeca rusa. Justo en ese día, que estaba coja, mi salida se había convertido en desafío. Como es de esperarse, un cuello de botella resultó de aquél tumulto de alumnos ansiosos de regresar a sus casas. Me toca pasar. Estoy nerviosa. Calculo la altura, me agacho un poco para evitar el marco superior de madera mientras me balanceo en la muleta para no perder el equilibrio y, de pronto, noto la mano izquierda rasposa, al igual que mejilla. Estoy en el suelo. No miré el escalón. Me caí enfrente de todos.
Una compañera de curso pasa a mi lado y me mira. No me ayuda, sigue andando. Los mayores se ríen y pienso que mi vida social será recordada por ese evento. Desde este lado de la historia aclaro que no fue así, pero vuelvo al relato. Logro incorporarme mientras escucho voces diciendo "venga va", "quiero salir" desde dentro. Avanzo hasta cruzar la entrada de hierro que marca el límite oficial del colegio y me encuentro de frente con una conocida de un curso mayor al mío que me dice "menudo golpazo te has dao'". Sigo con el ritmo muletoso, el pie me duele más. Me caí - me repito mentalmente – me caí enfrente de todos.
Sé poco sobre signos pero sueño mucho. Entiendo pobremente sobre señales pero creo que las recibo en abundancia.
Por lo que escuché, dicen que soñar con una caída es una premonición de que algo se desploma porque se desestabiliza. Ahora, a las siete de la tarde, entiendo que mi día fue así. Logré levantarme al final pero dolió o aún duele. Nadie me empujó ni han puesto pie alguno para que cayera. Simplemente calculé mal, como en el sueño, y cuando quise darme cuenta ya estaba en el suelo. Me caí – me repito diez años más tarde – me caí enfrente de todos.
La paradoja con el presente es, que ante la falta de internet en casa, vine al terminar la jornada laboral al café donde publiqué una nota de este blog allá por el 2019, creo. El motivo que me trajo en ese entonces fue el mismo que el actual. Desde donde estoy sentada ahora puedo ver el sillón donde me senté ese día. Recuerdo que estaba nerviosa porque iba a cenar con un amigo que me gustaba. Con el diario del lunes me río de aquello.
Para no perder la costumbre, pedí el mismo café que en la anterior oportunidad. También pregunté, de nuevo, la clave del wifi.
– Café 1993 – me repitió la moza.
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