El jarrón dorado
– Era pesada su maleta, señora – señaló el remisero entre risas.
– En verdad lo era – añadió Enrique.
– Ya saben, herramientas de trabajo y esas cosas – me excusé.
Quién notaría que una mujer elegante fuera capaz de portar semejante bártulo a escondidas de su marido. Menos mal que su vocación la ayudaba a no levantar sospechas. Juana trabajaba decorando casas, por lo que transportar pesadas piezas decorativas era moneda corriente. Sus bolsos podían contener desde un espejo de mano hasta floreros de cerámica o el cuadro de algún artista conocido.
Aquella chispa por reconstruir espacios, se había encendido en ella cuando era tan solo una adolescente. Durante un verano decidió ayudar a su prima con la mudanza y el resultado final fue mucho mejor del esperado. Todos los visitantes de la casona elogiaban lo bien que había quedado el salón de Elsa con ese estilo nuevo que tenía un aire a importado desde lejos. Todo fue obra de Juanita, alardeaba su prima una y otra vez.
– Deberías dedicarte a esto – le dijo durante una cena un amigo de Elsa. Juana nunca supo si ese comentario correspondía a una apreciación estilística del espacio o si era mera educación. Cualquiera fuese el caso, se sintió profundamente halagada.
Juana solía pensar que esos veranos fueron sus tiempos dorados. No lo fue ni el día de su graduación, ni cuando se casó, ni cuando inauguró su salón de decoración en la calle Elcano. Sus buenas épocas estaban teñidas por los rayos de sol de Pinamar, cuando la ciudad no era tan conocida y solo unas pocas familias solían ir a veranear allá.
Fue en esas playas donde conoció a su primer grupo de amigos, de nuevo gracias a Elsa. Sus primeras "jodas", como se suele decir ahora, donde iba a bailar rock hasta las tantas y la primera vez que se enamoró. En qué momento había pasado tanto tiempo...
– En esa esquina a la derecha – dijo Enrique.
El remís avanzaba por la calle lateral del edificio. Desde el asiento del auto, veo el exterior del departamento que compramos junto con Enrique. Los primeros en ambas familias en comprar una propiedad que no fuese una casa. Los demás lo tomaron como una falta de sentido común, pero nosotros sabíamos que la modernidad nos permitía mostrar estilo a la vez que provocaba urticaria a nuestros padres.
El sonido del freno indica que hemos llegado. El viaje oficialmente terminó y ahora tocaba desarmar, deshacer, reubicar y tantas cosas más antes de descansar.
–Permítame señora – escucho.
– Cómo no – asiento mientras le entrego el bolso de mano al chofer.
– Andá subiendo Ju, yo me encargo del resto – me indica Enrique.
Sonrío agradecida e ingreso al edificio. Saludo a Miguel, el encargado, y tomo el ascensor hasta el departamento. Me miro en el espejo pero no me reconozco. Lo que veo frente a mí es la cara de una embustera, alguien que le miente a todo el mundo para salvar su pellejo.
El ascensor se detiene, saco la llave del bolso y abro la puerta de casa.
Tiene que parecer lo más normal del mundo. Mañana lo llevo a la tienda, lo escondo en la despensa del local y coordino el retiro como un pedido más. Sé que puedo hacerlo pero voy a tener que envolverlo en una tela oscura. ¡Justo dorado tenía que ser el jarrón! ¡No podía ser negro y listo!
Entro a casa y encaro para el baño. Necesito lavarme la cara y las manos para mitigar este calor. Suspiro profundo. Ya anticipo días largos.
Pase lo que pase, absolutamente nadie tiene que saber que Juana Ortega, la del piso 3 de Libertador al 6437, es la responsable del robo.
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